En la época de la revolución neolítica (ca.6,000aC.) los núcleos humanos cazadores-recolectores y nómadas
sedentarios, presentaron en su devenir histórico costumbres diferentes a las
establecidas en una actividad cotidiana, la cual estuvo integrada en conjunto
con otros dispositivos mágicos y animista, que componían diversos factores de
lo que hoy definimos como hecho religioso. En este contexto, De la Garza (1984:
14) comenta que el sentido de los hechos religiosos a nivel general, del mundo
de sentidos que manifiestan los modelos míticos y rituales de distintos
períodos históricos y espacios culturales, admite, sin duda, a través de
correlaciones, una comprensión más profunda del fenómeno que se analiza,
siempre y cuando éste no sea alejado de su propia realidad. Así por ejemplo, la
manera de caracterizar lo sagrado dio lugar al politeísmo, es decir, a la existencia
de múltiples dioses o divinidades organizadas a través de una jerarquía.
El hecho religioso se da en todas las sociedades, en cualquier grupo
organizado y en cualquier latitud; es una parte de la historia humana. Su
esencia es la relación, oposición y la ambivalencia entre lo sagrado y lo
profano. El hecho religioso es un suceso fenoménico y habla de las creencias
religiosas de un pueblo, de las expresiones que han dejado los seres humanos
religiosos a partir de su experiencia de lo sagrado. Ejemplos de un hecho
religioso son: el rito, el mito, el símbolo, entre otros, aspectos que
enriquecieron la vida religiosa en diversas áreas de Mesoamérica.
Por otra parte, Eliade (2007: 37) menciona que toda forma religiosa o
experiencia sagrada en su modo específico es una hierofanía, es decir, objeto o
ser a través del cual se manifiesta lo sagrado. La experiencia de lo sagrado
toma constantemente el modo de una revelación, de una epifanía. De esta forma,
un objeto se transforma en sagrado, en cuanto integra o revela una esencia
diferente a la de él mismo. Una hierofanía supone una selección, una transparente separación del objeto hierofánico con
respecto al resto que lo envuelve. Este resto
existe constantemente, incluso cuando es un área enorme la que se hace
hierofánica: por ejemplo, el cielo, o el grupo del paisaje familiar, o la
“tierra natal”. El alejamiento del objeto hierofánico se realiza, en todo caso,
cuando menos respecto de sí mismo,
pues sólo se transforma en hierofanía en el instante en que ha dejado de ser un
simple objeto profano, en que ha alcanzado una nueva “dimensión”: la de lo
sagrado. En este sentido se puede decir que hay diversas formas de hierofanías,
así por ejemplo se encuentran: las uranias o acuáticas (el cielo, el agua en
todas sus representaciones, etc.), las biológicas (los ritmos lunares, el sol,
la vegetación, la agricultura, la sexualidad, etc.), las tópicas (lugares
consagrados, templos, etc.) y finalmente, los símbolos, los mitos y los
rituales. Para que se presente una hierofanía tiene que haber tensiones: de lo
sagrado y de lo profano, del ser y no ser, de lo absoluto y de lo relativo, de
lo eterno y del devenir (cf.Eliade,
2007). Debemos habituarnos a aceptar las hierofanías en cualquier sitio, en
cualquier parte de la existencia fisiológica, económica, espiritual o cultural.
En resumen, no sabemos si existe algo –cosa, expresión, función fisiológica,
ser o juego, etc.- que no haya sido alguna vez, en alguna parte, en la marcha
de la historia del ser humano, transfigurado en hierofanía. Es indudable que
todo lo que la humanidad ha empleado, sentido, hallado o amado, ha podido
transformarse en hierofanía (Eliade, 2007: 35). Pasando al mundo mesoamericano,
esa realidad suprema estuvo en acontecimientos y fenómenos relativos al “gobernante-sacerdote”,
la fecundidad, el cielo, la tierra, los astros, los fenómenos naturales como la
lluvia y los relámpagos, por mencionar algunos ejemplos. Una civilización como
El Tajín tuvo sus propias hierofanías tomadas del cielo, sus edificaciones, los
individuos, el medio y la agricultura, así como otras variantes.
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